Un concurso de Cante Jondo

“¿Cómo puede cantar de esa forma? No puede ser. Ni tiene estudios, ni técnica, ni nada de nada… Es más: seguro que ni sabe las notas que está cantando, ni el ritmo, ni la armonía, ni nada de nada. Y sin embargo, cada vez que entona unos versos, mueve el mundo y los corazones con su voz y su talento".  Le llamaban “el Tenazas”, y aseguraban de él que era el padre del cante jondo.

 

El arte natural de aquel anciano personaje, Diego Bermúdez, había emocionado a los espectadores del concurso, levantando ampollas entre sus rivales. Estaban compitiendo en un festival. Querían ganar. Y ese ímpetu les cegaba ante la evidencia: ese cantaor misterioso tenía duende. Les gustaba. Mucho. Muchísimo. Pero no querían reconocerlo. Les amargaba en lo más profundo de su ser, de su amor propio.

 

Y por eso, aquella misma noche, decidieron montar una farsa, una especie de compadreo entre compañeros concursantes. Un juego sucio y vil para quitarse de en medio a quien ya era el futuro ganador por méritos propios. Se sentaron en su mesa. Primero fueron unos saludos de cortesía, seguidos de algunas felicitaciones por su actuación y los aplausos obtenidos. Llamaron al camarero. Querían invitarle a unos buenos vinos para celebrar su éxito, “el éxito de todos”, le decían, con una mueca de sonrisa falsa en sus caras, tratando de mantener la farsa y ocultar la envidia que supuraba por cada uno de los poros de la piel.

Panfleto anunciando el concurso de Cante Jondo de Granada. 1922
Panfleto anunciando el concurso de Cante Jondo de Granada. 1922

Una ronda, otra, otra y luego otra más. Entre vaso y vaso, trago y trago, aquel cantaor extraño, demasiado viejo como para presentarse a un concurso, iba perdiendo la timidez y contando su vida a sus compañeros de borrachera. Ya balbuceando, por los efectos del vino, les decía que había llegado al concurso andando desde Puente Genil hasta Granada. Y que le faltaba medio pulmón por una mala puñalá que recibió en una reyerta. Sus falsos amigos, entre risas y palmaditas al hombro , escuchaban sus batallitas, y se guardaban de no beber tanto: no se trataba de celebrar nada, sino de deshacerse del mayor rival del concurso, emborrachándolo para que no pudiera cantar al día siguiente. Cada vez que llenaban su sucio vaso, le enredaban contándole historias y mentiras sobre giras que podría hacer, y de todos los tablaos famosos del momento a donde lo llevarían, a lo que el viejo contestaba:“Yo no quiero zabé ya más ná de tablaos, que me los conozco todos”.

 

Eran los últimos en la taberna, a punto de cerrar. El misterioso cantaor se había quedado durmiendo la borrachera sobre la vieja mesa de madera donde habían estado alternando. Los colegas decidieron que era el momento de irse. Y se fueron. Pagaron la cuenta y “aquí no ha pasao ná”, le dijeron al mesonero.

 

Llegó el tablao de la noche final. Se habían agotado las entradas. Los espectadores esperaban con impaciencia escuchar otra vez a los participantes y, especialmente, al “Tenazas”, ese anciano que les había robado el corazón con sus quejíos, sus “ay” y su lamentos flamencos. Sin embargo, parecía que el duende de aquel cantaor había desaparecido.

Con voz ronca y mirada perdida, no salía de entonar una extraña retahíla:

 

la enterraron,

la enterraron,

la enterraron...

Entrada original de espectador para el concurso de Cante Jondo. Granada. 1922.
Entrada original de espectador para el concurso de Cante Jondo. Granada. 1922.

El público no daba crédito a lo que veía y escuchaba. “¿Suerte del principiante?” murmuraban algunos. “¡Un grillo pisao!”, gritaban otros… El cantaor, resacoso, no daba una nota en su sitio. Aún estaba borracho y apenas se podía mantener en una pose digna para el concurso. A veces incluso parecía que iba a vomitar. El presentador, ante los silbidos y quejas del respetable, decidió poner fin a su actuación y dar paso al siguiente concursante.

El Tenazas se bajó de las tablas dando tumbos, con aspecto desaliñado. Trató de decir algo, pero no se le entendió ni media palabra. Se abrochó su vieja chaqueta, a la que le faltaban algunos botones y se marchó del lugar canturreando tranquilamente, como si no fuera consciente de la bochornosa escena que había protagonizado.

Pese a todo, el jurado del concurso había decidido otorgarle uno de los premios. Diego Bermudez se guardó las pesetas en el bolsillo de su chaqueta y se fue.

 

Nunca más se supo de él. Tenía 72 años.

 

Esta historia real sucedió durante el famoso concurso de Cante Jondo organizado por Manuel de Falla y Federico García Lorca en el mes de junio de 1922, en Granada. Para publicitar el evento habían impreso carteles y octavillas que se repartieron por casi toda Andalucía. En un pueblo de Córdoba, en Puente Genil, el viento trajo por azar un trozo de panfleto anunciando el concurso hasta las manos de un labrador, mientras faenaba en el campo. Era Diego Bermudez, un viejo cantaor más conocido como "el Tenazas".

 

Nacido en Morón de la Frontera, un pueblo de Sevilla, en 1850, Diego Bermudez había abandonado el trabajo con sus padres para dedicarse a cantar por los tablaos andaluces. El arte le salía de dentro y no podía dejar de entonar sus penas y sufrimientos. Una mala experiencia con las contrataciones y las rivalidades con otros cantaores le hizo abandonar y a emprender una humilde vida como labrador en Puente Genil. A partir de entones, sólo cantaría para sí mismo.

 

Cuando con 72 años llegó a sus manos aquel cartel del concurso, no se lo pensó dos veces. Se entusiasmó con la idea de volver a cantar en público y seguramente, con los dineros de los premios. Contó a sus conocidos que iría a Granada al festival, aunque fuera andando. Los vecinos del pueblo lograron reunir algunas pesetas para que, al menos, fuera aseado, bien vestido y peinado. Y en ferrocarril hasta Granada.

Ferrocarril de la compañía Renfe.
Ferrocarril de la compañía Renfe.

El “Tenazas” fue la gran sorpresa del célebre concurso. Algunos asistentes llegaron a pagar incluso 400 pesetas (una cantidad desmesurada en aquél entonces), para que les dejaran pasar y escuchar a este prodigio del cante jondo. Si en la primera noche triunfó, en la segunda, la tormenta de verano que se descargó sobre Granada parecía presagiar algo. El público, que había esperado pacientemente, se resguardaba de la lluvia usando las sillas de enea como paraguas, mientras se preguntaba: “¿qué le había ocurrido al Tenazas?” Su tono era muchísimo más bajo y sordo.

 

El anciano había estado alternando con los cantaores rivales, quienes le hicieron trasnochar, con marcada intención, invitándole a demasiadas cañas de manzanilla. El caso es que cuando subió al tablao la noche final del concurso, y tuvo que entonar sus soleares, el público adepto se extrañó al no reconocer al anciano con duende. Solo era una sombra que repetía más desafinado que otra cosa:

 

la enterraron,

la enterraron,

la enterraron…

 

A Diego Bermúdez le entregaron uno de los premios de 1000 pesetas. Y volvió a su pueblo, Puente Genil, donde murió en 1933. Nunca contó a sus vecinos las malas artes de los otros concursantes del festival. Quizás a su edad, ya no le diera importancia y prefiriera quedarse con el recuerdo de haber participado en el histórico Concurso de Cante Jondo. Y que, le pesara a quien le pesara, su arte y su duende entusiasmó al público, y quedarían en el recuerdo y la posteridad.

 

Para siempre.